29 Octubre 2024

La vivencia del sinhogarismo como mujer

Conoce el duro camino de Micaela.

El camino de Micaela está repleto de obstáculos

Huir de la violencia de una casa a la que no puedes llamar hogar. Un despido, agotar la prestación por desempleo, demoras en el pago de la vivienda y, finalmente, que tus caseros te echen. Un desahucio. Perderlo todo y que no te quede un lugar para refugiarte, llegar a la situación de sin hogar.

Estamos acostumbradas a ver personas que entrarían en esa categoría de “persona sin hogar”, pero no tanto a mirarlas, a preguntarnos cómo han llegado ahí. A cuestionar hasta qué punto estamos “a salvo” de ser una de ellas. ¿Quién nos garantiza que siempre tendremos un lugar al que llamar hogar? Especialmente ahora, cuando la vivienda es un problema social de tal magnitud. En 2023 Cáritas atendió a 42.336 personas que se encontraban en esta situación. Se dice pronto… Entre ellas, el número de mujeres y de jóvenes está en aumento. La investigación “Un trabajo, una habitación y un gato” busca dar voz a estas mujeres y conocer su situación para poder comprender un fenómeno que, como sociedad, no queremos mirar. Porque duele. Porque, de una u otra forma, nos atañe.

Micaela va a ayudarnos a comprender, con el relato de su vida, que es el compendio de las vidas que las mujeres que participaron en la investigación tan amablemente nos brindaron, la vivencia del sinhogarismo en un cuerpo de mujer.

Micaela nace en una barriada de una ciudad de tamaño mediano, en una familia donde las dificultades están, pero se va saliendo adelante con esfuerzo. Vive en su casa también su abuelo, porque su abuela murió relativamente joven de un cáncer que ahora no sería mortal, pero que entonces lo fue. Y, como no hay mal que por bien no venga, esa casa ya pagada acogió a la familia de Micaela, pues a su madre, única chica entre tres hermanos, le correspondía cuidar ahora de su padre. Era un abuelo currante, al que le gustaba socializar, y cariñoso. Pero demasiado.

La primera vez que entró en mitad de la noche en la habitación de Micaela cambiaron para siempre los afectos para la niña. El miedo se grabó en esa piel y crecía con ella, desde la dermis hacia cada uno de sus órganos, hasta controlar partes de sí misma que no supo cómo volver a domar. Desde entonces, cuando va a dormir no puede escuchar respirar a otra persona sin sobresaltarse y tensar todos y cada uno de sus músculos.

Salió de esa casa en cuanto pudo. Muy joven y con poco en los bolsillos. Comenzó a trabajar en varios empleos y conseguía salir adelante. El contexto, en cambio, también era fuerte y tenía su propia dinámica de la que no era fácil salir. Así que cuando fue camarera en una discoteca de la ciudad, las visitas de varias personas jóvenes del barrio, y el propio mundo de la noche, la llevaron a probar las drogas por primera vez. Al fin y al cabo, no es algo tan extraño, pregunten a su alrededor. Era una consumidora social, igual que comprendemos que hay bebedores sociales (categoría en la que tal vez hasta algunos y algunas de nosotras nos incluyamos).

Conoció a Juan. Se enamoraron. Se casaron. Juan siguió viviendo la misma vida, pero Micaela cambió la discoteca por una tienda de ropa de mujer. Trabajó allí varios años soportando un matrimonio que no la hacía feliz, pero tampoco pensó nunca en eso de la felicidad, como si no fuera con ella. Y un día Juan desapareció para no volver, el trabajo se acabó con la quiebra de la tienda, y las dificultades comenzaron a amontonarse hasta que llegó el momento clave que lo cambió todo: “Te dicen ‘Desahucio’ y te echan, porque te echan. Y dije ‘Yo no puedo con esto’, porque, ¿qué haces? A 500 euros por mes, luego paga luz, paga agua, paga todo, yo no puedo llevar esto adelante”. La ayuda que cobraba era insuficiente para poder mantener una vivienda, ya no importaba si digna o no.

Micaela agotó todas las posibilidades: vivir a temporadas en casa de amigas, conocidas y sus hermanos, claro. Uno de ellos vivía ahora en el piso de los abuelos en el que pasó su infancia. Lo intentó también allí: no lograba dormir.

Y así llegó su primera noche en la calle, a la que siguieron muchas más, allí y en recursos residenciales. El miedo estaba en los ojos de todas las personas que compartían su situación, pero en ellas veía algo que en ellos no. El miedo no era a un robo o a una paliza, sino a que ultrajen y maltraten tu cuerpo usándolo como contendedor vacío, quizá disfrutando del dolor infligido, incluso. El miedo de haber sido llamada históricamente débil, de la presa frente al depredador. Y, así, contaba: “Cuando te vas a descansar, a una casa abandonada o a un cajero, cierras los ojitos, pero no descansas como tienes que descansar, porque estás: ‘¿Me pasará algo?’ ‘¿Me harán algo?’ Y, al final, te lo hacen. O lo intentan. Y es algo extremadamente común que se acentúa en estas mujeres que viven en la absoluta vulnerabilidad y, en consonancia, en total alerta. No hay tregua. No hay descanso. Incluso en los alojamientos que se les ofrecen si no hay una clara división de espacios siguen sintiéndose cebras frente a leones. Sus experiencias de abusos, de violencias, les hacen percibir así el mundo y no es fácil bajar la guardia, no.

Pero a veces hay tregua y hay esperanza. Y aparece alguien que se pone en nuestra piel porque ha estado en el mismo lugar, y es un rayito de luz en ese día de niebla: “Conocí una mujer, esa mujer me salvó la vida. Me enseñó la ciudad, me enseñó dónde cogía el bocadillo de la mañana, dónde merendaba, dónde me dejaban duchar…”, pero la niebla sigue ahí: “Lo único que a mí me costaba eran las noches, que yo decía ‘Con este frío, ¿dónde voy?’, y con miedo a que me hagan algo”.

Y cuando el miedo es demasiado, cuando la situación nos desborda, cuando necesitamos sentirnos fuertes para afrontar lo que venga, cuando estamos desesperadas, cualquier cosa que nos haga olvidar y sobrellevar termina siendo bienvenida. Micaela se refugió primero en el alcohol, un poquito más adelante en las drogas. Total, ¿qué le importaba dañar su cuerpo? Pensaba, incluso, que si se moría tampoco pasaría nada. Por fin podría descansar.

Esperanza y desesperanza convivían en ella, como en tantas otras personas con las que coincidía en comedores, duchas, albergues. “Vamos, que tú dices que puedes salir, puedes salir… pero qué va. Es todo. Es la cabeza, el consumo, que es un autoengaño, la verdad. Y, claro, el estar así, pues nadie quiere saber de ti, ni ayudarte, ni nada. Tienes que sobrevivir tú sola”. Soledad.

Y en toda esta espiral, ¿qué le gustaría a Micaela? ¿Qué aspiración tiene? Ve las miradas ajenas que la evitan, las voces que le dicen “¡Ponte a trabajar!” cuando pide, los brazos adultos que tiran de los niños y niñas que pasan por su lado y que, a veces, ingenuos e inocentes, señalan con curiosidad y hacen preguntas. Ella no tiene grandes aspiraciones ni quiere que le regalen nada. “Yo no quiero lujos, porque yo he nacido pobre y moriré pobre. No quiero lujo, pero un techo que se pueda vivir es lo que quiero, nada más. No quiero otra cosa”.

La historia de Micaela puede terminar de muchas maneras. Muchas personas en su situación optan por el suicidio. Otras se encuentran viviendo en la calle sin remedio ni solución. Hay quienes ya no se ven en otro lugar porque la sociedad les ha expulsado tan lejos, tan lejos, que no saben siquiera si quieren volver a ser parte de ella. Muchas han perdido la custodia de sus hijos e hijas y luchan por recuperarla. Todas han sido víctimas de violencia de una u otra manera. Todas han vivido las miradas de desprecio. Todas tienen miedo. Algunas logran iniciar el camino de vuelta hacia la integración social: un trabajo, una habitación, un hogar.

Pero lo cierto es que no pueden hacerlo solas. Son necesarios medios, recursos, políticas públicas, que traten de poner remedio a las causas que derivan en el sinhogarismo, además de aquellas que tratan de paliarlo y que, por supuesto, son también imprescindibles.

Pero, como sociedad, como ciudadanía interdependiente, además de pensar nuestras acciones políticas y de consumo, podemos observarnos la próxima vez que nos crucemos con una persona sin hogar y tal vez brindarle un saludo, una sonrisa, tan solo una mirada amable. Un gesto que no ponga otro ladrillo en el muro que van construyendo en torno a sí y que ya no saben si es para defenderse del mundo o para defender al mundo de sí mismas.