6. Construyendo futuro en un espacio de responsabilidades compartidas
¿Necesitamos entonces nuevas formas de inclusión social?
Coordinadores y autores
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Documentos de trabajo
- 6.1: La renta básica. Un estado de la cuestión.
- 6.2: Las rentas mínimas en España.
- 6.3: Bienvenidos a la economía de plataformas.
- 6.4: La economía social como herramienta predistributiva de la política social.
- 6.5: Lo público y lo común.
- 6.6: Derechos sociales y derecho a la ciudad: municipalismo, bienestar de proximidad y agenda urbana.
- 6.7: El derecho a la protección contra la pobreza y la exclusión social como paradigma de las nuevas formas de inclusión social.
- 6.8: Solidaridad intergeneracional.
- 6.9: Redes de solidaridad como mecanismo de inclusión social.
Construyendo futuro en un espacio de responsabilidades compartidas
¿Necesitamos entonces nuevas formas de inclusión social?
La “gran transformación” que afecta a nuestras sociedades desde hace unos decenios podría ser interpretada como una crisis de la modernidad organizada, aquella que, después de la segunda guerra mundial, se fundamentó en regulaciones colectivas que aseguraban los principios de autonomía del individuo y la igualdad de derechos. Esas relaciones contractuales dejan hoy fuera, excluyen, a todas aquellas personas cuyas condiciones de existencia no pueden asegurar la independencia necesaria para entrar en ese orden social. La preponderancia que hoy se otorga al buen funcionamiento de las empresas para la competitividad frente a la mundialización de los intercambios, ya no contempla la misma dinámica de las relaciones laborales que hasta ahora parecía asegurar el desarrollo económico. Al tiempo que ya no se puede confiar que en las sociedades modernas el crecimiento económico vaya acompañado con una mejora en la distribución.
¿Necesitamos nuevos mecanismos para la inclusión social? Parece evidente que no sirven los diseños institucionales de la época anterior. ¿Cómo puede repercutir todo ello en la cohesión social y en mejorar la participación de todos los ciudadanos en la vida colectiva?
Hemos analizado en anteriores capítulos de este VIII Informe, que las sociedades occidentales se están instalando en una problemática de inseguridad y de miedo de gran complejidad, frente a la que el Estado actual se ve cada vez menos capacitado de proveer seguridad. Con el debilitamiento de las certezas (empleo para todos, salarios dignos, etc.) y de las instituciones protectoras, las personas y grupos que sufren los cambios socioeconómicos, sin tener la capacidad de dominarlos, se encuentran en situación de vulnerabilidad que deriva en un estado de incertidumbre frente al porvenir. El manejo de los riesgos no es ya una empresa colectiva, sino una estrategia individual.
Una sociedad cohesionada es un bien común al que deberían aspirar todos los ciudadanos que la componen y cuanto más grande es la desigualdad en la distribución de los recursos, más difícil es pensar en mantener una sociedad cohesionada con un grado aceptable de inclusión social. Hoy la trayectoria del crecimiento económico y la de reducir las desigualdades han tomado caminos distintos, destrozando en muchos casos las redes que facilitaban esa anhelada cohesión y se ha ido creando una situación de éxito material y fracaso social. Sin embargo disponemos de numerosas evidencias que muestran que las sociedades más igualitarias en sus condiciones de vida, producen más bienestar general y crecimiento económico.
Todas las personas tienen el derecho de pertenecer a una comunidad. Se trata de un derecho pero que es imposible de poder gozar si no existe una comunidad y que, a su vez, solo puede existir como el resultado de compartir, de manera explícita o implícitamente, un conjunto de responsabilidades individuales y colectivas que la fundamenten. Un compromiso colectivo. Eso es la vida en común y, vivir en común, representa colaborar en común.
Mecanismos básicos para la inclusión
Tres son los mecanismos básicos que han venido funcionando como herramientas para la inclusión. El primero se basa en el esfuerzo personal y es fruto de las capacidades personales y la socialización recibida. Las familias aquí tienen un papel fundamental en los primeros años de vida (es la preparación para vivir la vida en común), y luego en la edad adulta, todo ciudadano debe poner empeño en alcanzar una vida independiente y apostar por alcanzar sus objetivos. El segundo mecanismo, y que ha sido básico hasta ahora, es la incorporación en el mercado laboral. Dependiendo del desarrollo del Estado protector, esta ha sido la principal vía por la que se han tejido los lazos societarios. En tanto que trabajadoras, las personas pagan sus impuestos y, a su vez, tienen cubiertas las principales necesidades sociales mediante el acceso a servicios y prestaciones en momentos de “no trabajo” o de necesidad, por ello la apuesta de los Estados del bienestar por la inclusión mediante la activación laboral ha sido, prácticamente, su objetivo principal. Y, finalmente, el tercer mecanismo de inclusión ha sido mediante políticas que desarrollan un conjunto de derechos sociales más o menos universales y políticas dirigidas a las personas con dificultades con ayudas sociales, más o menos generosas según los países, para los colectivos con trayectorias vitales más vulnerables.
Las políticas sociales han venido intentando evitar los mecanismos de exclusión social y este ha sido el fruto del diseño de los estados europeos de la segunda mitad del siglo XX y que hoy vemos tambalear. Es preciso repensar un nuevo diseño de la protección social que sea capaz de romper con esa dinámica. El compromiso de una sociedad mejor requiere un compromiso continuado de todos y, en los momentos de más incertidumbre, requiere un esfuerzo superior. Es preciso reestructurar un nuevo ámbito del bienestar social con un proyecto más articulado entre todos los recursos disponibles para alcanzar el bien común, como inversión para garantizar los derechos humanos y el apoyo en la corresponsabilidad de la sociedad civil, cooperando y en coordinación con el sector público, quien responde como garante del derecho en un nuevo espacio de responsabilidades compartidas.
La misma existencia de la vida social depende del reconocimiento de que existen deberes para con el prójimo, es decir, que en las relaciones recíprocas con los demás hay cosas que se deben de hacer y otras que no. Y es precisamente la existencia de estos deberes lo que implica que aparezcan los derechos. Es el derecho a la satisfacción mínima de necesidades en las personas que aceptan estar obligados por deberes morales recíprocos, y viceversa, estos derechos implican el correspondiente deber social de proporcionar bienes básicos a aquellas personas que lo necesitan o que carecen de ellos.
Es una gran oportunidad para redefinir los espacios públicos de garantía, respeto y protección, y privados de corresponsabilidad y, a su vez, una buena ocasión para fortalecer los lazos de compromiso entre los ciudadanos. La creación de un nuevo modelo relacional entre el sector privado (básicamente no lucrativo, pero también mercantil) y las administraciones públicas debe estructurar ese nuevo sector público del bienestar social.
Las administraciones deberían repensar su rol para convertirse en garantes de los derechos, es decir, que estos se cumplan efectivamente con la suficiente extensión, cobertura, equidad y calidad, con independencia de quien sea el proveedor material. Paralelamente, la ciudadanía debería asumir y ejercer la responsabilidad colectiva. La deliberación, el compromiso y la participación puede ser un objetivo de transformación despejando la incertidumbre y el malestar colectivo tomando como hito una nueva cohesión social a partir de nuevos compromisos públicos –de todos- tanto de las administraciones como de la sociedad civil.
En este sentido se viene observando el crecimiento de iniciativas de creación de redes de reciprocidad promovidas desde entidades y servicios y, además, se están generando experiencias autónomas de apoyo mutuo y provisión de bienes de distinta índole. No obstante, el carácter local, la fragmentación y diseminación de estas experiencias y, el que se sustenten en valores de proximidad, cariño y cuidado mutuo, eso es, valores feminizados y que tradicionalmente se atribuyen al mundo privado, ha contribuido a su escaso análisis y a una cierta ignorancia hasta hace muy poco.
Otro aspecto positivo que está sucediendo es la apuesta por proyectos participativos que transforman el análisis sobre la exclusión y modifican las propuestas para su tratamiento. Gana peso el fortalecimiento de una dimensión relacional y por ello ponen su foco en la participación y empoderamiento de los colectivos vulnerables y la creación de redes de solidaridad.
Y eso nos lleva a reflexionar sobre los derechos de tercera generación. Podemos considerar la vinculación social como un bien común. Ello implica no solamente la existencia del derecho al bien, sino a que el bien sea gestionado en común y que, en consecuencia, su uso lo sea, también, en régimen comunitario.
¿Qué sucede entonces con la inclusión? ¿Cómo debe plantearse su consecución? ¿De qué mecanismos debe dotarse una sociedad para conseguir que no queden ciudadanos excluidos de la comunidad?
Una de las principales incertidumbres tiene que ver con la inclusión por el trabajo. Esta angustia está vinculada a dos ámbitos distintos. El primero de ellos es el temor a que el cambio técnico genere desempleo y desigualdad. El segundo, estaría vinculado con las implicaciones morales del cambio técnico. Existe un continuo aluvión de consideraciones negativas sobre el efecto del cambio técnico sobre el empleo, sin embargo, la historia económica de los países de renta alta parece indicar que el cambio técnico, en la práctica, ha ido de la mano de más y no menos empleo. En el pasado el cambio técnico, aunque siempre ha provocado problemas de gestión en el corto y medio plazo, con unos colectivos perjudicados y otros beneficiados por el mismo, a largo plazo siempre ha sido absorbido de forma no traumática mediante una combinación de aumento de la producción y reducción de la jornada laboral, que ha permitido mantener, e incluso incrementar, las tasas de empleo. Pero también es cierto que no hay ningún automatismo en el sistema que garantice que la absorción de los aumentos de productividad (aspecto que todavía no se ha llegado a producir significativamente) generados por el cambio técnico se vayan a realizar siempre de una forma aceptable socialmente.¿Será esta vez diferente?
La revolución digital, en lo que se refiere a su efecto sobre el empleo, se podría manifestar mediante tres vectores de cambio: la automatización, la “digitización”, y las plataformas.
En relación al primero de los vectores de cambio, la automatización, la novedad sería que las nuevas tecnologías, basadas en el control de máquinas mediante algoritmos y sensores digitales, junto con el aumento de poder de computación y la mayor disponibilidad de información (Big Data) ampliarían de forma espectacular el tipo de tareas susceptibles de automatización, traspasando la barrera de las tareas manuales repetitivas para alcanzar también a las tareas intelectuales rutinarias, antes fuera de su alcance.
El segundo de los vectores, denominado con el neologismo de digitización, se refiere a la utilización de sensores y otros mecanismos para convertir partes de los procesos productivos físicos en información digital. Estos procesos tienen como resultado el aumento de nuestra información sobre los mismos, y por lo tanto el aumento de nuestra capacidad de entender, manipular y controlar mejor el propio proceso productivo, pudiéndose llegar a crear factorías donde cada objeto es un mecanismo de vigilancia y los algoritmos controlen cada acción de los trabajadores.
El último de los vectores en los que se materializaría la revolución tecnológica es el desarrollo de plataformas. La novedad de estas plataformas es que serían a la vez mercados y empresas. Serían mercados en cuanto que crean un espacio de encuentro entre oferentes (el proveedor de un servicio de transporte de comida, por ejemplo) y demandantes (el consumidor que requiere ese servicio). Y serían empresas en la medida en que esa coordinación se realiza mediante una serie de algoritmos que gestionan y controlan el proceso de realización del servicio (como hacen las empresas).
Aquí nos interesan dos posibles impactos de estos vectores en relación a la inclusión social, la cantidad de empleo y su calidad. En relación al primero la clave es la diferenciación entre tareas y empleos. Los diversos estudios hasta el momento nos dicen que la sustitución del trabajo sería parcial, de tareas, y con mucha menor probabilidad total, de empleo u ocupaciones. Respecto a la calidad, las hipótesis más modernas plantean que el cambio técnico provocaría la polarización de la estructura del empleo, con destrucción de empleo en su parte central y crecimiento en los extremos inferior (peores salarios) y superior (mejores salarios).
En el caso de España, en los estudios disponibles se puede observar que durante los periodos de estancamiento o crisis económica (1977-1985, 1992-1993 y 2008-2013) se produjo una mayor destrucción de empleo en el centro de la distribución (en la parte baja en el primero de los periodos) y por lo tanto una dinámica de polarización del mercado de trabajo, mientras que en las épocas de crecimiento económico (1985-1991, 1994-2008 y 2013-2016) se produce un crecimiento del empleo a lo largo de toda la distribución de la renta, si acaso con mayor intensidad en los tramos centrales. No parece, por lo tanto, que España se ajuste al patrón canónico de polarización del cambio tecnológico sesgado al empleo.
En el caso de que los mecanismos tradicionales de compensación de los aumentos de la productividad no fueran suficientes para neutralizar sus efectos sobre el desempleo, cabe plantear distintas opciones de política social que actúen como mecanismos compensatorios. Son una suma de nuevas y viejas ideas que se pueden agrupar a lo largo de cuatro grandes ejes.
El primero de ellos es facilitar la adaptación de los trabajadores a los nuevos tiempos tecnológicos. Esta estrategia exigiría redoblar los esfuerzos en la tradicional, y no siempre exitosa, política de formación, reciclaje y aprendizaje a lo largo de la vida.
El segundo eje se centraría en la adaptación del sistema de protección social y laboral a las nuevas formas de empleo, lo que probablemente signifique actuar simultáneamente en dos frentes: evaluar la necesidad de mejorar la protección social a los trabajadores con relaciones no estándar de empleo, y reforzar los mecanismos de control y legislativos para impedir la creación en la práctica de nuevas relaciones laborales fuera del paraguas de la protección social y laboral.
El tercer eje supone desvincular bien el empleo, bien los ingresos, ya sea total o parcialmente, del funcionamiento del mercado de trabajo y de la participación de las personas, como oferentes de trabajo, en el mismo. Esta política se podría vehicular mediante tres tipos distintos de medidas:
a) el desarrollo de programas de empleo garantizados,
b) la creación de una renta básica universal, RB,
c) el diseño de programas de complementos salariales.
Y mientras se desarrollan estos tres ejes, de manera urgente y provisional, habría que abordar reforzándolo el mecanismo actualmente existente de política social, las Rentas Mínimas de Inserción.
Nuevas formas de inclusión
Pero es necesario también que prestemos atención al surgimiento de nuevas formas de relacionarse, tanto en la vida económica, como en la vida política y en las relaciones sociales. Un conjunto de innovaciones que intentan hallar modos alternativos de enfocar esos intercambios sociales y que, a pequeña escala, presentan muy interesantes resultados. Está por ver si esas nuevas propuestas pueden también ser pensadas con el objetivo de la inclusión social de todas las personas.
Han aparecido en diversos ámbitos, propuestas para plantar cara al capitalismo desbocado de los últimos años. Algunas de estas nuevas miradas económicas se plantean claramente romper con la mercantilización, otras –aunque con el deseo de obtención de beneficio- tienen también como objetivo trabajar por el bien común, ya sea preservando la vida del planeta, reduciendo desigualdades o incrementando la solidaridad. En definitiva, no solo hacer las cosas de forma distinta sino también transformar la sociedad. Algunas todavía se mueven solo en el plano teórico, otras, en cambio, ya se han extendido a pequeña escala en diversos lugares. Se trata de nuevos discursos pero también de nuevas prácticas.
Lo que buscan las economías transformadoras es identificar aquellas prácticas que se articulan entorno a la prioridad de sostener las condiciones de vida de la gente, y por tanto se vinculan directamente con las necesidades de las personas. Se plantean además como objetivo la lucha contra la posible capitalización de estas prácticas comunitarias bajo terminologías como “emprendimiento”, “innovación social” o “economía colaborativa”. Esta última es la que a priori puede verse como la más alejada en nuestro caso para el objetivo de la inclusión social, su desarrollo podría llegar a tener un impacto negativo si el modelo de protección social siguiera basado en los mismos principios como hasta ahora ya que rompen con el modelo de relaciones laborales y contractuales que han venido siendo la base del desarrollo capitalista y de los estados del bienestar. Puede parecer una propuesta interesante para democratizar algo más el acceso a los recursos y una parte de ella puede ser considerada como una nueva fórmula para la economía social, pero su incidencia en la población más necesitada podría ser, incluso, negativa.
La economía feminista pone de relieve el importante papel de la economía de cuidados y coincide con el cooperativismo al poner a las personas por encima del capital como el objetivo de la economía. Una de las potencialidades de la economía feminista es la visualización de la importancia del trabajo en los cuidados y la atención de las personas en todos los ciclos de la vida. La oportunidad laboral para miles de mujeres que ya realizan esta tarea con la constitución de cooperativas ¿puede formar parte del nuevo paradigma?
La economía del bien común ha comenzado a extenderse por Europa en las prácticas de empresas que apuestan por la promoción de un impacto social por encima de los beneficios. Sin embargo a pesar de su nombre, este enfoque se asienta en la lógica liberal de los mercados autorregulados ya que las instituciones trascienden los mercados y a su vez son trascendidas por los conflictos sociales, cosa que no toma en consideración en su propuesta. Sin embargo también apuesta por formas de control social de la propiedad y del establecimiento de oligopolios de mercado, desmarcándose de la teoría del egoísmo y apostando por la solidaridad y la cooperación. ¿Puede abrirse dentro de estas prácticas un vínculo generalizado de las empresas del bien común para colaborar en proyectos de inclusión? No parece haber ningún impedimento y podría ser una de las fórmulas en un nuevo escenario.
Dentro de estas “economías alternativas”, el grupo que más potencialidad aporta en el campo de la inclusión social es, sin duda alguna, el de la economía social. Es en esta esfera en donde se ubican la mayoría de las innovaciones o de buenas prácticas aparecidas recientemente. Y una línea que nos interesa especialmente es la que se centra en el mundo asociativo que interviene en los servicios sociales bajo lógicas de proximidad y solidaridad. De su enfoque surge la propuesta de la economía solidaria. Dar más espacio y visibilidad a esta forma de economía mostraría que la motivación del beneficio no es el único estímulo económico, que los vínculos pueden contar más que los bienes y que la democracia y la eficacia no siempre son incompatibles, al introducir la eficiencia social que representa democratizar las relaciones económicas.
Pero dentro de esas nuevas formas de relacionarse se encuentran también aquellas nuevas dinámicas comunitarias basadas en el procomún y lo local. En la mayoría de los casos las propuestas basadas en lo común buscan combinar la acción pública con la vinculación de la ciudadanía en la gestión de los bienes y servicios comunes. En momentos convulsos el actuar común permite pensar y construir nuevas instituciones, nuevas prácticas y nuevas relaciones. Esas instituciones de autogobierno que permiten la superación de la incertidumbre. En el momento actual, con la debilidad del Estado protector como lo hemos conocido, trasladada esta idea a las nuevas prácticas, permitiría el paso de lo público estatal a lo público común.
Se trata de propuestas que no buscan sustituir lo público por lo común sino el fortalecimiento de la justicia social a través de una combinación de lo público con la práctica comunitaria, dotando a los ciudadanos de una mayor capacidad para participar en la vida política. Transformar la gobernanza estatal implica, de un lado, territorializar la provisión, es decir, otorgar mayor relevancia a las administraciones regionales y locales, y de otro lado, implica también el traspaso de la gestión de estos bienes a actores sociales, asociaciones de la sociedad civil.
Los comunes surgidos de la crisis han optado, bien por enraizarse en el sistema público buscando fórmulas que les garanticen su autonomía y capacidad de acción o bien por mantenerse autónomos de la administración pública a través de prácticas de autogestión y vinculación con la economía social y solidaria. Hace falta ver hasta qué punto permite aumentar los derechos de los excluidos, no solo garantizando el derecho de acceso y uso del recurso, sino también aumentando sus derechos relativos a la participación y gestión. Esta gestión colectiva no resulta tan fácil a medida que se incrementa el tamaño del territorio.
Este enfoque de lo común está tomando fuerza también para repensar las ciudades. Busca fijar políticas sociales de proximidad, retornar a la esfera local los procesos de avance colectivo que el siglo XX había situado en los estados. El bienestar de proximidad se despliega en cuatro terrenos: la inclusión, la predistribución, la cotidianeidad y la diversidad.
Algunas de estas propuestas e innovaciones sociales forman parte de pruebas piloto de algunos ayuntamientos, pero en número son más importantes las que surgen de las redes sociales que trabajan en el territorio. Movimientos que tratan de resolver las necesidades básicas no cubiertas (o mal cubiertas) por el sistema establecido, y lo hacen a través de acciones que fomentan la participación horizontal de todas las personas involucradas. Su carácter fragmentado hace que su impacto en términos cuantitativos haya sido más bien modesto. En muchos casos rompen con el modelo hegemónico del sistema de servicios sociales centrado en lo individual-familiar, o en el binomio necesidad-recurso. ¿Cómo institucionalizar esta innovación? Sería preciso sustituir el asistencialismo por un modelo de intervención que apueste decididamente por la participación y la corresponsabilidad cívica de todos los agentes.
A modo de resumen: principales dilemas que se nos plantean
Algunos de los principales dilemas que se plantean en el momento de pensar o de repensar cual debería ser el diseño institucional que permita la construcción de una nueva estructura relacional que promueva la inclusión podrían ser los siguientes. No son todos, pero darnos respuesta a los mismos, discutirlos, llegar a acuerdos, ayudaría en el camino de la mejora de los mecanismos de inclusión social.
Nuevo escenario con responsabilidades compartidas
Se abre la necesidad de crear un sector público compuesto por el espacio de trabajo conjunto de las administraciones públicas, las entidades no lucrativas y las empresas sociales, con las iniciativas ciudadanas y profesionales. Una nueva combinación de prácticas sociales para poder dar respuesta a las necesidades o problemas hoy planteados y ello implica un cambio de patrones de comportamiento de los miembros de ese sistema social. Pasar de la protección social definida por estructuras jerárquicas y burocráticas a una situación de protección a través de redes de ciudadanos y trabajadores, ya que no sería solo una nueva forma de participación sino una nueva manera de hacer política
Escenarios abiertos en la inserción laboral
Existen varios escenarios en función de la evolución del cambio técnico, que van del optimismo moderado al máximo pesimismo. Las respuestas posibles a los mismos se centran en tres grupos. Por un lado, las políticas de rediseño de la regulación laboral, las políticas de formación y las políticas de complementos salariales, que no alterarían la forma de lidiar con el desempleo y que seguirían dependiendo de las políticas tradicionales de protección social. Por otro, alternativamente, se pueden poner en marcha programas de empleo garantizado que ataquen el desempleo directamente y no mediante la política tradicional expansiva basada en inyectar demanda efectiva y dejar que el mercado genere, a su conveniencia, el empleo. No es una medida nueva, pero la posibilidad de que las administraciones públicas se responsabilicen directamente de ofrecer una opción de empleo a los desempleados es vista con desconfianza, dado que es plantear algo radicalmente distinto a lo que conocemos, ya que el monopolio del empleo lo tiene el mercado en las economías capitalistas. Por último se puede plantear la creación de un tercer ámbito de trabajo, más parecido al trabajo de mercado en cuanto que tendría una remuneración explícita, pero distinto de éste tanto por la forma de organizarlo (por la administración y entidades sin ánimo de lucro) y, sobre todo, por la forma de asignar el trabajo: qué producir, para quien producirlo y cómo producirlo.
¿Rentas garantizadas o rentas condicionadas?
El debate que nos interesa aquí es el de la condicionalidad. La dimensión de obligar o no a la activación por el empleo (o por otra actividad) a cambio de recibir una renta, tiene un fuerte componente socio-político. La exigencia de participación de las personas con capacidad de trabajo es exigida por una parte dominante del ámbito político pero, y como demuestran las encuestas, también por la propia sociedad, e incluso están fundamentadas en principios constitucionales.
Una propuesta de reflexión para salir de este bucle tiene que ver con la llamada Renta de Participación, se trataría de una prestación individual dirigida a la población apta para trabajar, y condicionada a la realización de algún tipo de actividad definida como “socialmente útil” (trabajo remunerado, trabajo doméstico-familiar, trabajo voluntario, formación, etc.). Se trata de ideas que podrían, en principio, desactivar la resistencia social que una prestación totalmente incondicional como la Renta Básica podría suscitar por el hecho de no exigir ningún tipo de contraprestación laboral. Sin embargo esto tampoco da respuesta plena a las situaciones donde no se es “población apta” para el trabajo.
Esta reflexión permite plantear otra cuestión. Tal vez debería abrirse el debate acerca de la concepción del “trabajo” y diferenciar un trabajo vinculado al mercado laboral, con sus reglas y normas implícitas y explícitas, de una “actividad”. Trabajo y actividad como dos esferas con importantes matices que las diferencian.
Predistribución versus redistribución
El modelo de intervención clásico de los estados del bienestar ha sido el de dejar funcionar a los mercados y corregir luego los efectos de la distribución de los recursos. Es decir, una compensación posdistributiva y que ha funcionado mientras el crecimiento económico era continuado y fue autosostenido por las mismas políticas. Ello ha generado un debate en los últimos años acerca de si es preferible diseñar unas políticas dirigidas a actuar ex-ante, eso es, a igualar las oportunidades de todas las personas, como una medida predistributiva o bien, políticas que, a través de recursos y transferencias intentan paliar los resultados de la distribución de recursos de los mercados, eso es, la redistribución o la posdistribución.
¿Cómo articular el potencial de la Economía Social con medidas que surjan del paradigma predistributivo para la inclusión? Este puede ser un buen marco para pensar nuevas formas sociales que aporten o incrementen la igualdad de oportunidades para todas las personas.
Individualización versus comunidad
Quizá sea el dilema más crucial. ¿Cómo conseguir que las personas, inmersas en un mundo que promueve el individualismo decidan (o accedan) a convertirse en una comunidad para facilitar el acceso de terceros? Esto es ¿cómo hacer que la ciudadanía colabore? Eso no se consigue ni a golpe de decreto ni por presión. ¿Cómo puede llevarse a cabo una “pedagogía de la fraternidad” en un entorno hostil?
Las organizaciones cívicas y solidarias se mueven en un terreno de falta de recursos y de un cierto descenso de confianza. La diferenciación entre quienes merecen o no ayuda pública o protección social se está convirtiendo en un elemento clave para el soporte de estas entidades. Parece imprescindible el liderazgo social, que aunque a pequeña escala, puede generar movilización ciudadana y aportar proyectos que pueden ser replicados o repensados en otros lugares. Esta sería una construcción de abajo a arriba, tal vez una dinámica que podría revertir la senda de desconfianza y aislamiento que las estructuras están promoviendo.
El reto está en saber –y poder- construir consensos y la herramienta que parece clave en estos momentos es la construcción de lo común (como diseño institucional más que en relación a bienes) para ir incrementando o reforzando un tejido social capaz de pensar en común los diversos aspectos para que nuestra vida sea realmente social.
En definitiva resolver estos dilemas, entre otros, avanzaría en la construcción de una Sociedad Revinculada, tesis que sostiene el conjunto de este VIII Informe sobre Exclusión y Desarrollo Social en España.