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5. Propuesta de un horizonte ético: por una pedagogía de la indignación y la esperanza

¿Cual está siendo la evolución de la reacción social contra la crisis?

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Propuesta de un horizonte ético: por una pedagogía de la indignación y la esperanza

¿Cuál está siendo la evolución de la reacción social contra la crisis?
Una indignación que trae de nuevo los valores al centro de la política

En 2019, nos encontramos con la realidad de una sociedad que, al igual que ocurría en 2014, expresa su indignación ante un mundo que no está a la altura ni de sus necesidades materiales ni de sus aspiraciones espirituales o culturales. Se trata por tanto de una indignación que despertó la crisis de 2008 y que, si bien en el pasado se capitalizó principalmente a través del movimiento 15M, en la actualidad se expresa de manera diversa y diferente pero que se mantiene viva y activa en nuestros días.

Son varias las indignaciones que marcan la agenda social y política en la actualidad: la del movimiento feminista, quizá la que más elementos en común tiene con el ciclo abierto por el 15M, pero también otras protestas aparentemente más alejadas, por sus contenidos o por sus protagonistas, a la indignación de 2011: las movilizaciones de los pensionistas, el liderazgo creciente de los Comités de Defensa de la República en el procés catalán o, incluso, la emergencia de partidos ultraderechistas con presencia en las cámaras de representación autonómicas y nacionales.

Esta indignación nos está llevando a una situación que puede parecer paradójica: nos encontramos con una sociedad cuyo interés por la política ha aumentado significativamente durante los años de la crisis pero a la vez se observa que hay una creciente falta de credibilidad en las instituciones políticas (partidos políticos, Congreso, Senado y Gobierno). Algo especialmente interesante al constatar que dicha desconfianza no está tan anclada a la situación económica como cabría esperar. Es decir, si normalmente lo económico tiene una importancia crucial a la hora de explicar los cambios en la confianza ciudadana hacia los gobiernos y las instituciones públicas, España es uno de los países en los que la percepción negativa o positiva de la situación económica incide en menor medida en esa confianza hacia el gobierno. La política, por tanto, se ha convertido en un problema en sí misma. Y en esta crisis el efecto de la corrupción sobre la confianza política ha sido demoledor.

Encontramos en este espacio tanto perfiles críticos, aquellas personas que no tienen confianza en las instituciones, pero sí interés por la política y apoyan la democracia, como perfiles desafectos, los que no tienen ni interés en la política ni confianza en las instituciones. Y en este escenario de insatisfacción y desconfianza rampante, los partidos e instituciones “del bienestar”, es decir, las organizaciones sociopolíticas clásicas surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, constructoras y defensoras de los Estados del Bienestar, ven como pierden terreno frente a los “partidos del malestar”, que culpabilizan de la crisis a esas viejas instituciones. Si bien la primera indignación, la de aquellos perfiles críticos encontró su expresión en movimientos como el 15M, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o las confluencias municipalistas de 2014, la indignación del perfil más desafecto está encontrando su expresión en movimientos populistas de derechas que se apoyan y reivindican lo tradicional como un valor seguro.

Así pues, hoy la pasión y la defensa de los valores vuelven al centro del escenario político tras un período, el posterior al 15M, en el que la crisis y las respuestas a la misma fueron transformándose de una cuestión ética a una cuestión técnica, tanto de gestión económica (déficit, sostenibilidad de las pensiones, creación de empleo…) como de gestión política (aparatos de partidos, alianzas, sorpasos…). Y si bien la pasión política surgida en 2011 ahondaba en una sociedad movilizada, de innovación social con prácticas solidarias, colectivas y transformadoras, en la actualidad ganan protagonismo, a pesar de no haberse extinguido todo lo anterior, otras movilizaciones que reivindican la vuelta a unos valores tradicionales más reaccionarios y defensivos. 

Un claro riesgo que puede traer consigo esta situación es el repunte de conflictos xenófobos; y eso que España es uno de los países europeos donde, a pesar de la dureza con la que nos ha golpeado la crisis, en menor medida se expresan opiniones abiertamente xenófobas o se han producido fenómenos de rechazo explícito a las personas inmigrantes. Pero esta realidad de relativa convivencia pacífica puede verse afectada si desde determinados sectores políticos se imponen agendas vinculadas con el miedo y el rechazo al otro (nación, pluralismo, diversidad, inmigración, Europa).

Estos discursos, que parece han llegado para quedarse también en nuestro país, llevan tiempo tomando un creciente protagonismo en Europa. Entre 2013 y 2018 han surgido más de 70 nuevos partidos y alianzas en los Estados miembros de la Unión, de los cuales 43 han logrado escaños en las elecciones legislativas de los diferentes países. Muchos de los más influyentes de estos grupos son populistas de extrema derecha con un discurso abiertamente euroescéptico y anti-inmigración. Paralelamente, partidos históricos ubicados en la socialdemocracia, han desaparecido.

El éxito, tanto de movilización como electoralista, de estas fuerzas se explicaría por su capacidad para conectar con las preocupaciones y temores de las clases populares y medias que antaño se identificaban principalmente con los partidos socialdemócratas o la democracia cristiana. Quizá, un énfasis excesivo, monotemático, en las problemáticas relacionadas con la diversidad (feminismo, derechos LGTBI, multiculturalismo, antirracismo…) se ha convertido en una auténtica trampa para los partidos progresistas que les ha llevado a desclasarse y abandonar, al menos desde la percepción de sectores de las clases medias y bajas, cualquier relación material con sus antiguos votantes de clase obrera, que ahora buscarían amparo en esta derecha radical.

 
La crisis aspiracional de las clases medias

La respuesta de dichos movimientos es la defensa del estatus logrado por unas clases medias que se sienten las grandes perdedoras de la crisis a pesar de que las personas más afectadas por ésta han sido las que se sitúan en las capas más humildes de nuestra sociedad. Pero, más allá de la objetivación estadística, si tenemos en cuenta que la clase media se define en términos culturales por su naturaleza aspiracional, la amenaza de desclasamiento o, incluso el simple freno a sus expectativas de ascenso social, se experimenta como una demoledora crisis existencial. Y es precisamente esto lo que parece estar ocurriendo y, sobre todo, lo que se anuncia para el futuro: una sociedad del descenso en la que la promesa fundacional de los Estados de Bienestar de posguerra, la movilidad social ascendente, la mejora de la posición social de los descendientes respecto de la de los progenitores, ha entrado en crisis.

Parece por tanto que el origen social pesa, y pesará cada vez más, como una losa sobre las posibilidades vitales de las personas y la posición social de partida se convierte en una variable esencial a la hora de explicar los itinerarios laborales y económicos de cada cual.

A este escenario de una clase media en crisis hay que sumar los preocupantes signos de debilidad de los vínculos colectivos en nuestro país que pueden observarse en dos evidencias: el agotamiento de las relaciones tras un periodo, el de la crisis, prolongado de sobreexigencia (que se observa sobre todo en los sectores más excluidos de la población) y la extenuación del modelo asociativo sin que se vislumbren alternativas de acción colectiva.

Así pues, observamos unas clases medias que, además de perdedoras, se sienten amenazadas por el sistema y descuidadas por éste, lo que ha propiciado la adhesión a movimientos reaccionarios de autodefensa del estatus y agudiza el riesgo de confrontación con otros colectivos, así como entre los diversos grupos que conforman dichas clases medias (hombres contra mujeres, jóvenes contra mayores, etc.).

El resultado, en términos culturales, es una acelerada hiperindividualización que termina por un lado atribuyendo la existencia de capas de pobreza exclusivamente al desempeño económico de cada cual y por otro configurando un mundo de emprendedoras y emprendedores esencialmente solitarios, compitiendo entre sí. Todo esto puede suponer el fundamento emocional del rechazo que expresa una parte creciente de la sociedad hacia las ayudas sociales, especialmente aquellas destinadas a las personas o colectivos más empobrecidos.

Resulta inevitable vincular estas ideas a los últimos estudios sobre cultura fiscal en nuestro país, que mantienen la tesis de una fuerte ambivalencia: alta exigencia de protección social universal dirigida al Estado junto con una débil disposición a pagar los impuestos necesarios para financiar políticas de bienestar.

Por otro lado, ya en el VII Informe Foessa explicábamos la diferencia que existe entre vivir los impuestos como mera contrapartida o como un ejercicio de solidaridad, y advertíamos del riesgo de que la cultura fiscal de la sociedad española pudiera estar retrocediendo hacia la primera, llegando incluso a considerar los impuestos como una coerción sin sentido. Estudios posteriores reafirman esta idea por lo que creemos que en nuestro país está en riesgo la legitimidad del Estado de Bienestar como institución clave para la recaudación y redistribución, y no es porque los valores no se compartan sino porque la mayoría de los españoles considera que los impuestos no se cobran con justicia, que hay mucho fraude fiscal y que las administraciones no hacen suficientes esfuerzos para luchar contra él.

En este escenario, y ante una situación de prolongada escasez, el potencial de conflicto entre grupos sociales por el acceso a los recursos públicos podría dispararse. Sin embargo, a pesar de ser un escenario preocupante en términos generales, conviene también señalar algunas tendencias positivas que pueden suponer ventanas de oportunidad y que son: a) entre 2014 y 2017 se ha recuperado la valoración de la funcionalidad de los impuestos por la utilidad que éstos tienen para distribuir mejor la riqueza; b) hay una opinión negativa hacia el fraude fiscal que destaca por el elevado  acuerdo que suscita la idea de que incumplir nuestras obligaciones fiscales significa engañar a nuestras conciudadanas y conciudadanos; y c) Las clases medias no han dejado de apoyar el gasto social en mayor medida que las bajas.

 

Miedos y desesperanza en la sociedad de la incertidumbre y de la inseguridad

El cambio cultural que provoca la modernización de las sociedades tiene como consecuencia la aparición de dos grandes tipos de personas en función de su nivel de adaptación a las exigencias de movilidad (física, pero también y sobre todo cognitiva y normativa) y pluralidad de modos de vida que este cambio genera y exige: quienes se adaptan bien a las nuevas condiciones, aprovechando las oportunidades que ofrecen, y quienes experimentan esta movilidad forzada como una fuente de inseguridades que les aleja de su centro, de su zona de confort, de su hogar.

Así, cada vez son más los analistas que coinciden en la relevancia que esta experiencia de “pérdida del hogar”, de crisis de las referencias culturales y normativas que dan estabilidad y sentido a la existencia, tiene a la hora de explicar el auge actual de los movimientos populistas de derechas. Son muchos los ejemplos de procesos actuales que apuntan en esta dirección y que buscan el retorno a un mundo perdido o en riesgo de pérdida, un mundo más cercano y familiar, más previsible, más controlable, donde podamos recuperar el sentimiento de estar “en casa”: la vuelta al unilateralismo en la política estadounidense; la crisis de la Unión Europea y las distintas formas de renacionalización, desde el Brexit hasta la recuperación del control de las fronteras nacionales; el reforzamiento de las demandas de soberanía por parte de distintas entidades subestatales, como Escocia o Cataluña, la nueva relevancia adquirida por diversas prácticas tradicionales elevadas al rango de señas de identidad colectiva…

Corremos, por tanto, el riesgo de que cierta cultura del miedo se consolide en Europa y España, una cultura del miedo que resulta de la combinación de incertidumbres, inseguridades y desconfianzas y que combina factores de un futuro que se presenta amenazador y ajeno a nuestro control, un presente que no comprendemos y un pasado al que volvemos los ojos con nostalgia ya que lo consideramos mejor.

Pero los empeños por retornar al pasado, por mantener invariables roles, costumbres y estatus es un ideal imposible ya que la movilidad de personas e ideas o la pluralización de modos de vida no pueden “desinventarse”. Más bien, la aspiración al purismo y la cerrazón al intercambio y las nuevas realidades no lleva más que al empleo de estrategias de exclusión hacia todas aquellas personas o grupos que se categorizan como amenaza. El reflejo físico es la construcción de muros de cemento o vallas de alambre de púas, el reflejo normativo es el establecimiento de muros legales que endurecen las condiciones de entrada de las personas migrantes y el reflejo emocional es el levantamiento de muros mentales que nos inmunizan ante del dolor de los demás.

Y aunque España es uno de los países europeos más favorable a la pluralidad, no dejamos de vivir una pronunciada tensión entre la apertura al cambio y el temor a sus imprevisibles consecuencias sobre nuestras vidas, lo que necesariamente nos lleva a la búsqueda de seguridades. Esta búsqueda de seguridad en medio de un mundo objetivamente más complejo e incierto está provocando transformaciones de fondo y previsiblemente de largo alcance en el ecosistema moral de nuestras sociedades. El miedo en su doble componente, cultural o identitario y material o económico, provoca que esa búsqueda desemboque, además de en el retorno a ideas tradicionales e inmovilistas, en el regreso de valores materialistas, una realidad que se está produciendo en un buen número de países desarrollados entre los que se encuentra España.

Una perspectiva, la postmaterialista, que parecía llevarnos como sociedad a otro estadio en el que la escasez material y el miedo a ésta dejasen de gobernar acciones y actitudes para prestar más atención a cuestiones culturales y de calidad de vida. Como decimos no está siendo así y en nuestros días parece que la demanda de seguridad económica es más fuerte que hace unos años y también que repercute con más fuerza entre la clase media que entre los grupos más precarios o periféricos.

Conviene aquí destacar que la escasez reduce nuestro ancho de banda y produce el efecto de visión de túnel, capturando nuestra mente e impidiendo el pensamiento estratégico, la mirada a medio-largo plazo y la distinción entre lo urgente y lo necesario; encerrándonos así psicológicamente en escenarios competitivos de suma negativa. De esta manera, las amenazas materiales acaban alimentando las amenazas normativas y el mundo se llena de enemigos que supuestamente sólo aspiran a privarnos de lo nuestro: de nuestros empleos, de nuestra soberanía, de nuestra lengua, de nuestras costumbres, de nuestras hijas e hijos, de nuestro país.

Históricamente, desde los cambios acontecidos tras la II Guerra Mundial, el Estado de bienestar ha sido, al menos en sus propósitos, el gran protector hacia sus ciudadanos con vocación de brindar la necesaria seguridad tanto identitaria como material. Una aspiración de brindar seguridad material que nace como una condición ética necesaria para posibilitar el libre ejercicio de una ciudadanía responsable. Un Estado de Bienestar que sirviera, además, como profiláctico contra el regreso al pasado: contra la gran depresión económica y su violento resultado polarizador en las políticas desesperadas del fascismo y el comunismo.

El auge, corroborado por el reciente reforzamiento electoral, de los mencionados movimientos populistas de derechas que tienen en su ideario central la vuelta a un pasado tradicional, la reducción de impuestos y el consiguiente adelgazamiento de políticas públicas o la defensa a ultranza de lo nacional frente al inmigrante, llevan al Estado de Bienestar a una situación de crisis que, de consumarse su ausencia o debilitamiento, conllevarían patologías sociales de miedo, insolidaridad, exclusión y resentimiento.

Desde los posicionamientos inclusivos e incluyentes que defendemos en Foessa, creemos que no debemos permitir que el miedo (a la escasez, al otro), deje de ser una anomalía transitoria y se instale de forma permanente entre nosotros. Pero sobre todo hay que impedir que el miedo supere a la esperanza y en ese sentido es preocupante la creciente polarización entre el mundo del miedo sin esperanza y el mundo de la esperanza sin miedo. Una de las consecuencias más problemáticas de esta polarización es la privatización de la esperanza, en manos de unos pocos, y el debilitamiento de toda forma de esperanza colectiva.

Considerando que la incertidumbre es el resultado de la tensión entre miedo y esperanza, seguramente compartir incertidumbres sea una buena fórmula para reconstruir una esperanza colectiva. Este debe ser uno de los caminos a explorar, ubicándonos todos desde la perspectiva de los más vulnerables, desde los excluidos, los jóvenes, los mayores, las mujeres, etc. Compartiendo así incertidumbres y uniendo indignaciones, miedos, esperanzas, aspiraciones y proyectos.

Por otra parte, también conviene resaltar que esta crisis de esperanza que hoy experimentamos no se debe a la inexistencia de movimientos de protesta que impulsen propuestas de cambio social, sino más bien a la fragmentación incapacitante de estos movimientos. Para superar este punto, no necesitamos constituir un improbable “sujeto colectivo unificado” sino aprender a practicar una “socialidad de archipiélago” Contra la tendencia a enfrentarnos por principio y desde el principio, debemos aprender a sumar todo lo que sea necesario mientras sea posible, con perspectiva estratégica y la mente puesta en el medio y largo plazo. Tendremos, por tanto, que pensar qué queremos, qué necesitamos transformar y qué valores son necesarios para que esas transformaciones puedan generar alternativas de convivencia y de redistribución efectivas.

 

Hospitalidad y Estados de Bienestar como respuestas a las incertidumbres

Y precisamente para poder pensar en esa clave estratégica, liberados de la acuciante necesidad material que nos llena el día a día y nos priva de miradas con profundidad, para lograr ese pensamiento y acción transformadora es necesario recuperar la capacidad de protección del Estado de Bienestar, que debe empezar por la tarea de recuperar el consenso perdido en nuestra sociedad acerca del papel que éste debe jugar.

Desde ahí debemos buscar vías para la redistribución justa de la riqueza y aunque hay muchas fórmulas sobre la mesa, que no nos corresponde ahora valorar, lo que parece cada vez más evidente es que el trabajo ha dejado de mostrarse eficaz en este encargo.

Pero, como decíamos anteriormente, además del componente material, el miedo tiene otra vertiente identitaria que no debemos descuidar. Para ello, como planteamiento de partida, debemos huir de la tentación de situarnos en posiciones ya impecables y/o implacables, haciendo lo posible por entender (lo que no significa necesariamente compartir) los temores que tantas personas expresan en relación a la inmigración y la diversidad, superando ese muro de la empatía que nos impide conectar con ellas y nos lleva a condenarlas.

Así pues, todos debemos abrirnos a pensar nuestras identidades no como realidades acabadas, unívocas y exclusivas, sino, como identidades dinámicas, complejas, abiertas al cambio y en proceso de construcción. Y todo ello sin caer en una ingenua utopía posmoderna. Así, la alternativa al cierre no puede ser la intemperie, y la respuesta al lamento por la pérdida del hogar y su demanda de recuperarlo mediante el levantamiento de muros y el bloqueo de puertas y ventanas no puede ser la demolición de toda residencia.

Para encontrar alguna seguridad en este ámbito y para pensar el reto que supone la creciente diversidad, particularmente la asociada a movimientos migratorios, proponemos abordarlo desde la perspectiva de la hospitalidad, partiendo del reconocimiento y la valoración de nuestra casa (nuestro país, nuestras culturas, nuestras leyes), continuando con la visibilización y la problematización de la situación de despojo y desarraigo que sufren tantas personas en el mundo, siguiendo con la narración de las relaciones y vínculos que existen entre ellas y nosotras, nosotros y ellos, y acabar apelando a nuestra hospitalidad.

Resulta obvio que hay que regular el flujo migratorio, que hay que abordar el problema desde una perspectiva muy amplia y que no caben soluciones fáciles. Pero en este debate hemos de arrancar una conversación colectiva afronte las dificultades prácticas junto con la necesidad ineludible de cumplir con nuestro deber de garante de los derechos humanos. Una conversación que huya de las posiciones sin matices.

Desde esa pedagogía de la indignación que transforma, comprende, escoge, valora y decide, presentamos finalmente la última pregunta en el sexto capítulo de este VIII Informe ¿Necesitamos entonces nuevas formas de inclusión social? Nuevas formas que no solo nos permitan sobrevivir sino construir sociedad con otros.

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