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2. La sociedad desordenada e insegura

¿Cuales son los principales riesgos sociales a los que nos enfrentamos?

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La sociedad desordenada e insegura

¿Cuáles son los principales riesgos sociales a los que nos enfrentamos?

Estamos dando pasos hacia una sociedad vulnerable que se asienta sobre una población desestructurada. El rasgo distintivo de este capítulo es identificar y caracterizar los nuevos riesgos sociales que salen de este proceso, así como repensar aquellos que se encuentran enquistados. Entendemos por “viejos riesgos sociales” aquellas fuerzas de carácter estructural que estrechan el campo de elección, de acción y de supervivencia. Los “nuevos riesgos sociales” son aquellos procesos que se están convirtiendo en duraderos o permanentes y que están consolidándose como determinantes para la supervivencia de los colectivos más vulnerables. Riesgos que nos están empujando desde la convivencia hacia la coexistencia. Convivir es vivir juntos, relacionarse, reconocerse y respetarse. Coexistir es vivir sin vínculos, ignorarse o menospreciarse.

Los pilares sobre los que hemos caracterizado esta sociedad vulnerable han sido los siguientes: desequilibrio en la estructura demográfica (infecundidad, envejecimiento y cambios de modelos familiares), inseguridad en una sociedad necesitada de cuidados, incremento de la desigualdad social y desactivación de la democracia. No son todos sin duda alguna, sino algunos de los que creemos impactan de una forma más profunda en las posibilidades presentes y futuras de los mecanismos de inclusión social.

Cambios en la estructura demográfica

El primero de ellos, relacionado con la evolución de la estructura demográfica, se debe a  tres relevantes acontecimientos ocurridos en las últimas décadas: el aumento de la esperanza de vida y la consiguiente longevidad, a los cambios en las pautas reproductivas y, por último, a modificaciones en las estructuras de los hogares y en la organización de las familias. Cada uno de estos procesos ha conllevado cambios significativos en el modelo de sociedad. Han desafiado los sistemas de bienestar y cuidados pero también los valores que sostenían a las familias y los roles de hombres y mujeres en la sociedad. En definitiva, han modificado las pautas de convivencia.

Solo algunos datos que ilustran estos cambios: en España, se comenzó el siglo XX con tan sólo 34 años como esperanza de vida al nacer y en el año 2017 alcanza los 82 años de edad. El promedio de hijos por mujer se sitúa en torno a 1,31 muy lejos de la cifra de 2,1 que convencionalmente se asigna para asegurar el relevo generacional. Se calcula que la tasa de dependencia se elevará del 54,2% actual hasta el 62,4% en 2033.

El comportamiento de las madres en términos de fecundidad parece estar influenciado tanto por los límites y oportunidades que ofrecen las políticas familiares de conciliación como por los riesgos que implica para las parejas tener hijos al mismo tiempo que mantienen el modelo familiar de doble sustentador.  Las razones económicas, laborales y de conciliación se convierten en los elementos fundamentales que determinan el número final de hijos.

Podemos considerar la infecundidad no deseada como una consecuencia por un lado, de las nuevas tendencias en la “organización familiar”, entre las cuales, la más relevante ha sido la erosión del modelo familiar basado en un único sustentador, y por otro, la ausencia de apoyo institucional a las mujeres madres que trabajan durante los años de transición a este nuevo esquema familiar.

Una de cada cinco mujeres ha tenido menos hijos de los deseados debido a las limitaciones de conciliación que imposibilitan el mantenimiento de su trayectoria profesional. Al mismo tiempo que se reduce el número de hijos, aparecen nuevos valores que guían los comportamientos reproductivos de las generaciones más jóvenes. Aunque sigue siendo mayoritario el número de mujeres que desean tener hijos, las mujeres de menos edad presentan elevados porcentajes de “infecundidad deseada”, los cuales crecen aceleradamente a escala generacional. El 27% de las menores de 25 años declaran desear no tener ningún hijo mientras que el 24% de las mujeres nacidas en 1970 no ha tenido ningún hijo frente al 15% de las que han nacido entre 1950-1959.

Otro de los acontecimientos enunciados es la longevidad, que aún siendo una conquista social, aumenta la probabilidad de discapacidad, y por tanto, las necesidades de atención. El envejecimiento de la población refuerza a las generaciones de una familia ya que promociona los vínculos entre los parientes de distintos rangos etarios pero también genera nuevas necesidades económicas en el ámbito de las pensiones. Tener los hijos deseados puede entrar en contradicción con otras esferas de la vida, tales como la carrera profesional, la realización personal o el estilo de vida. No tenerlos supone poner en riesgo en futuro apoyo familiar, cuando la familia española es el pilar de los cuidados y de la sostenibilidad de la vida.

 

El incremento de la necesidad de los cuidados

El modelo económico que impera ha delegado la carga de la protección social sobre la familia, que se ha convertido en la principal responsable de la sostenibilidad de la vida. Aquí, en íntima conexión con los aspectos demográficos, se plantean en segundo lugar los riesgos asociados a las necesidades de cuidados. En el 88,1% de los hogares que requieren cuidados de larga duración, éstos son realizados por alguien de la familia, especialmente las mujeres. Ellas son las principales cuidadoras tanto de los adultos mayores como de los más pequeños de los hogares, aunque se vislumbran cambios. Los hombres se están incorporando a los trabajos de cuidados, pero lo hacen, sobre todo, cuando éstos se dirigen a personas de edad avanzada. Es ahí, cuando los hombres aumentan como cuidador principal en el 26,5% de las situaciones. También es para el cuidado de los más mayores cuando se externaliza y se contrata en el mercado la asistencia personal. Un 7,8% de los hogares con esta demanda cuenta con una persona contratada para realizar estas tareas aunque el 53,7% considera que la mejor opción de cuidado para los adultos mayores es vivir con alguien de la familia. El familismo está encontrando nuevas formas de expresión a través de la mercantilización de los cuidados. Ello contribuye a que disminuyan las cargas de cuidados sobre los hogares, aunque la gestión sigue recayendo sobre los descendientes. La fórmula de organizar los cuidados a través del empleo del hogar responde a una estructura social familista modificada, donde se externalizan las actividades, pero se mantienen dentro del hogar y en manos femeninas, es decir, replicando el modelo de organización familiar tradicional.

Ahora bien, las cifras cambian cuando la persona que requiere atención es un menor de tres años. En estos casos, las madres se convierten en las vigilantes y protectoras, la presencia del mercado se reduce al mínimo y aunque los hombres están cobrando presencia, la crianza es una etapa aún más feminizada: el 80,2% de las cuidadoras principales de la infancia son mujeres.

La necesidad de apoyo familiar se va haciendo notar lentamente ante el cambio demográfico, aunque sus efectos todavía no están siendo percibidos suficientemente. En la actualidad un 9% de la población de mediana edad tiene padres pero no pareja, ni hijos ni hermanos con los que compartir la responsabilidad. Pero en un futuro próximo llegarán a la vejez poblaciones con una mayor infecundidad –un 20% entre las nacidas en los años 60 y es posible que en torno a un 25% entre las nacidas a mediados de los años 70.

El desafío de los cambios demográficos que esencialmente se traduce en una mayor inversión en los cuidados puede representar una oportunidad para avanzar en términos de equidad democrática y bienestar cotidiano. Para avanzar en la senda de la oportunidad, cabe revisar cuestiones relativas a: el tipo de protección social que deben ofrecer los estados, quién debe prestar los cuidados, cómo deben prestarse o dónde tienen que realizarse.

Para ello planteamos dos premisas de partida. La primera es proponer la comunidad como un actor necesario para revisar la organización social de los cuidados. La propuesta de la comunidad no surge como una opción para desresponsabilizar al Estado, dar mano libre al mercado y sustituir a la familia. Reclamar la participación de la comunidad persigue responsabilizar a toda la población desde una lógica de concienciación social y deber ciudadano. Interpretar la vida en comunidad como la manera de concebir la sociedad donde las personas se relacionan, desarrollan y construyen vínculos tejiendo la convivencia y cooperación entre diversos colectivos a lo largo de las diferentes etapas del ciclo vital. Y el gobierno local se presenta como el nivel idóneo para impulsar este tipo de proyectos diseñados bajo el paradigma de la innovación social con el objetivo de ensayar nuevas soluciones a viejos problemas.

La segunda premisa es que es preciso sacar a la luz la economía sumergida del sector de los cuidados y superar el sesgo de género atribuido al contenido de las actividades. El poco prestigio de las personas cuidadoras se suma a la vulnerabilidad social del colectivo de personas dependientes que necesitan algún tipo de soporte para desarrollar las actividades de la vida diaria. En la medida que se valora el trabajo de cuidados se contribuye a prestigiar los saberes femeninos vinculados a las tareas que tradicionalmente han asumido las mujeres. En última instancia, se busca mejorar las condiciones laborales y la creación de empleo en el sector.

El reto reside en socializar la responsabilidad de los cuidados alcanzando un equilibrio entre los servicios individualizados desde el ámbito institucional profesionalizado y la capacidad de permanecer tanto como sea posible en la propia casa sin generar costes adicionales a la familia. En definitiva construir una verdadera Sociedad de los Cuidados.

 

La desigualdad como mecanismo de salida de la crisis

El tercero de los grandes riesgos al que nos enfrentamos es la desigualdad a través de sus diferentes manifestaciones. Hay tres tipos de desigualdad: una vital, otra existencial y, por último, la desigualdad de recursos. La primera cara de la desigualdad se refleja en la salud, en la esperanza de vida, en el tipo de enfermedades contraídas, pero también en la cohabitación y en la fecundidad. La desigualdad existencial se evidencia en el grado de reconocimiento de las diferencias que constituyen a los seres humanos. Reconocimiento de hecho y de derecho para que la raza, el sexo, la edad o la diferencia cultural no sean motivo de discriminación. La tercera vertiente de la desigualdad está vinculada a las capacidades y los medios. Esta dimensión de los recursos disponibles pone límites a las dos anteriores. Las riquezas materiales y los ingresos económicos, el poder familiar o el capital educativo se consiguen, pero también se heredan. Lo cual, sin duda, coacciona el grado de reconocimiento existencial y la evolución de la salud a lo largo de la vida.

Una característica de la sociedad española es la conciencia de que existen grandes desigualdades. Las encuestas de valores hace ya 30 años que lo registraron. Aquí nos apoyamos en la perspectiva de la reproducción social que explica como a través de las generaciones y grupos sociales se trasmiten a sus integrantes tanto los déficits como las posiciones sociales. Y lo hacen, principalmente, a través de la familia, de la educación y del empleo. La transmisión intergeneracional de la pobreza explica como aquellas personas que vivieron, ya desde su más tierna edad, en medio de problemas económicos, es decir, los que se criaron entre dificultades, duplican a los que no crecieron entre penurias. Esta es, en cifras, la marca hereditaria de la exclusión, la que, desde la infancia, continúa limitando las capacidades de los menos afortunados. Crecer en medio de carencias traba la movilidad social y el desarrollo de las capacidades en el porvenir.

Por otro lado la inseguridad laboral confabula negativamente para la independencia de los jóvenes y para asegurar la trayectoria de su ciclo vital y es que este modelo de sociedad ha impuesto un mercado de trabajo segmentado. La Encuesta sobre Integración y Necesidades Sociales de la Fundación FOESSA 2018 señala que el 12,3% de la población que está trabajando se encuentra en situación de exclusión y que el 17,2% de los desempleados está en pobreza severa. Y el riesgo social de posicionarse en esta situación de vulnerabilidad recae específicamente sobre aquellos que ya nacieron más débiles, es decir, en los hogares con menor renta. La desigualdad de clase social sigue reproduciéndose estructuralmente. El 44,9% de los entrevistados que declaran tener problemas para llegar a final de mes proceden de una familia con problemas financieros, mientras que esta cifra se reduce al 20,1% para aquellos que proceden de un entorno estable económicamente. Mientras que a los estudios universitarios llegan únicamente al 16,9% de las personas entrevistadas cuyos padres “no saben leer ni escribir”, la cifra se eleva hasta el 70,2% en los casos en los que los progenitores han accedido a la educación superior.

Es cierto que el mercado de trabajo sigue creciendo numéricamente en términos de personas ocupadas, pero lo hace incorporando a cada vez más trabajadores “atrapados” en condiciones de inseguridad.  La tasa de precariedad (medida a partir de la conjunción de tres factores: estar en paro, trabajar a tiempo parcial de manera involuntaria y tener un contrato temporal cuando se quiere indefinido) se situaba en un 25% durante la etapa de la bonanza económica, pero alcanzó el 40% durante el período de crisis. Y peores trabajos, es decir, más temporales y más precarios dan lugar a menos ganancias. Que los trabajadores a tiempo parcial ganen un 38,2% menos que aquellos que tienen un empleo durante una jornada completa y que este nivel salarial no se haya modificado prácticamente desde la entrada de la crisis, es un riesgo social que debe considerarse para crear nuevas políticas de empleo y fórmulas de seguridad social que se basen en presupuestos más allá de las contribuciones laborales.

Como ha sucedido a escala histórica, entre el colectivo de trabajadores que destacan por su peor situación se encuentran las mujeres y las personas inmigrantes. Por ejemplo, la tasa de temporalidad involuntaria alcanza al 15% de las mujeres entre 35-39 años, mientras que se reduce al 5% en el caso de los hombres y la brecha salarial de género (que mide la ganancia media de hombres menos la ganancia media de las mujeres) sigue enquistada en los últimos diez años en torno al 22%. Para la población de origen extranjero la situación tampoco es favorable. La tasa de riesgo de pobreza alcanza el 39% para ellos y se eleva al 52% si proceden de un país no comunitario. Este dato se reduce hasta el 18% para las personas de nacionalidad española.

Lo novedoso de la etapa actual con respecto a otras épocas es que estas categorías tradicionales de estratificación (género, clase social y origen étnico) confluyen en la precariedad con las clases medias empobrecidas producto de la crisis sistémica y de la escasa regulación de la especulación financiera.

Como explicación de esta fragilidad y desigualdad laboral se ha impuesto culturalmente un relato que actúa como una anestesia social. Ese relato dice que cada uno tiene lo que se merece, y que el infortunio se debe a las actitudes y a las aptitudes personales. El éxito final reside en la consideración del empleo como un privilegio y no como un derecho. Es, además un privilegio con respecto a los demás.

Es cierto que en España, lo que ha ocurrido durante los últimos cuarenta años ha sido que los mercados de trabajo han crecido en cantidad y calidad humana. Es una buena noticia. Los intercambios se han fortalecido con la incorporación masiva de la mujer al trabajo remunerado y con la llegada relativamente reciente y también multitudinaria, de inmigrantes. Y también hemos mejorado en el reparto entre buenos, regulares y malos empleos. Desde mediados de los 70 la proporción de los ocupados en los mejores empleos ha pasado del 9% al 26%. La de personas ocupadas en empleos intermedios ha disminuido desde el 38% al 35% en la actualidad; mientras que el nivel de las peores ocupaciones se mantiene alrededor del 37%.

Hasta aquí la cara más amable del mercado de trabajo. Escuchemos ahora la cara que no suena bien. Esa es la cara en la que se habla de la precariedad laboral, el desempleo de los menos calificados, y el subempleo de los más cualificados. La música que suena aquí es la de los bajos salarios y la de las personas trabajadoras pobres. El lado oscuro, es que se han producido cambios en las reglas de juego, y, durante la recesión, se ha producido un claro deterioro de los derechos. Un mercado de trabajo donde aumentan los buenos empleos, es decir, los empleos con poder estructural, pero se reducen los empleos intermedios y se mantienen los empleos sin poder, esto es, el proletariado del sector servicios, produce una sociedad en la que aumenta la desigualdad. La precariedad ha sido (y continúa siendo) la piel de los vulnerables.

La precariedad laboral anida en el tipo de empleo y en las formas contractuales (temporales, a tiempo parcial), pero la pobreza material se experimenta a través de los salarios. Y además tiene edad (joven), género (mujer) y nacionalidad (personas extranjeras de fuera de la UE).

En el conjunto de la UE, España ha sido uno de los países en los que más ha aumentado la pobreza y la desigualdad laboral. Se explica por la confluencia de dos elementos: la cuantiosa destrucción de empleo durante la gran recesión y por las políticas aplicadas, en particular, las reformas laborales de 2010 y 2012. Ambas han modificado el modelo de relaciones laborales y la estructura de la negociación colectiva. La recuperación desde 2013, reduce el paro, pero deja intactas la desigualdad y las precarias condiciones de empleo.

 

Una democracia procedimental en crisis

¿Cómo se mantienen los valores democráticos tras esta fractura social? Uno de los grandes “riesgos” y el último que abordamos, no nuevo en un sentido estricto, pero sí reciente, es el de que la democracia real se vacíe de contenido ético y redistributivo reduciéndose a un mero expediente político donde se enfatizan las formas y se guardan las apariencias.

Cuanto más tarda un país en acoger en un puerto seguro a los inmigrantes rescatados en el mediterráneo, más débil es su democracia. Cuanto menos habla un representante político con los desahuciados que se han visto expulsados de su vivienda, menos profundas son las raíces que ha echado ese sistema político. Son los más vulnerables los que ven empeorar su situación personal o familiar cuando la democracia se queda en un manual de procedimientos. Si el lector de este VIII Informe FOESSA, se detiene a pensar en qué tipo humano hay detrás de la negativa a auxiliar a los desamparados, o a escuchar a los necesitados, quizás esté de acuerdo en que ese modelo humano no desprende confianza, sino inseguridad. Pues bien, ese modelo humano es el que se está abriendo paso en la Sociedad Insegura y una de las virtudes de la democracia es la de proporcionar seguridad para todos. 

El 58% de la ciudadanía se siente insatisfecha con el sistema político, y la frustración se manifiesta especialmente con los partidos políticos. El 68,7% de las personas no encuentran alternativas entre las opciones partidistas y este desánimo, aunque es superior entre la población con estudios universitarios (77,9%) aparece de manera transversal en todas las capas sociales de la ciudadanía. Parece, sin embargo, que no existe un desapego del sistema democrático y de sus cauces, sino una desafección a cómo ha sido ejercido por los representantes políticos. Tres indicadores dan muestras de la voluntad de participación: el 54,7% habla de política con asiduidad, el 69,6% desean una reforma de la Constitución y el 65,5% consideran que los referéndums son un buen método para decidir sobre los temas políticos fundamentales.

La democracia (que es mucho más que el gobierno de la mayoría y el ejercicio del derecho de voto) tiene un valor intrínseco, un papel instrumental y una función constructiva. Por esa vía, los pobres y los vulnerables pueden hacer oír su voz. La democracia tiene una dimensión filosófica, un contenido económico y un fundamento sociológico.

La contribución instrumental de la democracia es la de hacer posible que los ciudadanos sean escuchados y atendidos en sus necesidades y eso incluye las reivindicaciones económicas de los más pobres. Pero, también, la “anchura” de la democracia, es decir, la capacidad de no dejar a nadie de lado. Es decir, sentir que hay vías para que todos se expresen. Y, por último, la democracia tiene un valor constructivo puesto que permite aprender los unos de los otros y ayuda a que la sociedad forme sus valores y establezca sus prioridades. La democracia es una escuela de socialización en la ciudadanía.

Lo más desalentador es que la baja afiliación de los españoles se sustenta en que no consideran que para ser un buen ciudadano hay que participar en asociaciones de carácter social o político. Esta endeble cultura asociativa y participativa en el plano político es uno de los puntos flacos de la calidad y profundidad de nuestro sistema democrático. Somos una democracia de escaso calado cultural, que se asienta sobre un compromiso político de baja intensidad asociativa y sobre una movilización ocasional a través de internet.

El riesgo principal estriba en que, si no se restituye la confianza y se repara el actual grado de insatisfacción de los jóvenes y, en general, de los grupos de población más vulnerables, entonces, la vía del debilitamiento de la democracia puede acabar imponiéndose a la vía de la profundización de la misma.

No hay desinterés por los asuntos públicos entre los ciudadanos más vulnerables y con menos formación. Si eso, como parece, es así, la pregunta es, entonces, por qué no se vuelcan en las elecciones y no participan más en política. ¿Qué barreras externas o qué inhibidores internos les alejan de la práctica de la democracia conversacional? A lo largo del tercer capítulo veremos algunos de los motivos, junto con el conjunto de consecuencias que están generando estos viejos y nuevos riesgos sociales.

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